A los cuarenta se pagan la desidia y la procastinación de
las dos décadas anteriores; los años perdidos en raptos de ansiedad
desarticulada, los espasmos de voluntad desperdiciada en proyectos improbables; los amores no correspondidos, y su inevitable secuela de aislamiento; la embriaguez y su retahíla de mantras nihilistas recitados vaso tras vaso. Se
puede sentir en el cuarto húmedo de la casa paterna que nos es legado como morada y eterno espacio
de reflexión en el que como en un purgatorio, todos los libros de las
bibliotecas que nos hemos resistido a leer nos perseguirán desde sus inmutables
lomos, en una invitación que puede esperar un década más, una borrachera más,
un domingo más.
Llegará un momento en nuestras vidas en que todo será
pasado, y el presente se nos revelará como un montón de datos fastidiosos, o
vacíos de estímulos. Nuestra cara en el espejo, las bocinas en la calle, perros
ladrando en la vecindad, los goles de partidos que no nos interesan, todo será
el alimento que rumiaremos como vacas durante años sin amor, y sin
comunicación. Nuestra amargura y nuestro cinismo, sumados a la resignación, serán
manifiestos en nuestro trato diario, cuando no en la prisión del mero
aislamiento. Amigos de otras época recordarán lo cándido de nuestro aire de
antaño, el talante festivo que nos supo ganar simpatías. Era el pseudópodo
invisible con el que uno intentaba invadir almas, y cuerpos. Hoy uno ya no se
dispensa en artificios de semejante naturaleza. De todas maneras siempre fue
el mismo afán egoísta de la
satisfacción, la jugarreta de la testosterona, tensando los músculos, en busca
de un escape a través del sexo. Aprendimos que sólo hacía brotar risas, y nada más. Pero se
termina como se terminan las botellas y los fines de semana. Que el tiempo
traiga lo que venga. Muchos no tuvieron ni eso.
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