Quizás porque quise recuperar algo del chico que fui, el otro día boludeaba por el centro y me compré 'El Hombre Ilustrado'. Bradbury es un clásico indiscutible, y como tal, nunca te defrauda, lo que no le impidió ser criticado como ingenuo, demasiado optimista, o simplemente grasa, por pertenecer a un género menor y bastardeado como la Ciencia Ficción, autoayuda para astronautas o antisociales. El género que anticipó la llegada a la luna, haciendo que a casi nadie le importara demasiado el Apolo XI, porque ya habían visto esas escenas repetidas en ficción 'pulp' o películas clase 'B' en los treinta años precedentes. Y por su condición de clásico trasciende el género, ya que lo usa como una excusa para presentar los problemas humanos de siempre, sea en la voz de robots, marcianos, o en escenarios selenitas, o venusinos. Pero, ¿qué lo hace un clásico? Porque Bradbury es un clásico que entretiene a grandes y a chicos, como Disneylandia, o las tetas. Un clásico tiene dos elementos: uno sincrónico, y otro diacrónico. Rescata por un lado el zeitgeist, el espíritu del momento (la Ciencia Ficción era un género en ciernes en los E.E.U.U. en los cincuentas, con la tecnología de posguerra orientada al poder de los mass-media, y las armas de la Guerra Fría) y a la vez permanece vigente a través del tiempo y las generaciones por lo que decía antes. A diferencia de Asimov, que era un físico que usaba bastante pobremente el idioma, pero que exponía sesudas especulaciones sobre su ciencia en cuentos y novelas, Bradbury es como un visionario embriagado por los vinos de las uvas marcianas, por las brisas de los mares secos del planeta rojo, las caderas de sus exuberantes mujeres, y usa el género, que alguna vez fue un pobre artilugio para vender revistas berretas, como una forma para repasar la historia de su país, llena de pioneros arrojados a los confines de lo desconocido, haciendo uso de la conocida batería de recursos tecnológicos propios del género, pero haciendo gala también de un brillante uso de la parábola, las comparaciones coloridas, y un sutil conocimiento del alma humana en búsqueda de sentido. Su carácter metafórico le da siempre dos lecturas: una simple y otra compleja. Como en la metáfora, en la que una imagen inmediata o literal da por asociación un significado oculto, Bradbury siempre nos hipnotiza con lo evidente, para luego revelar otra trama, un dibujo a contraluz que se agita delante de una vela, como en esos veranos en que se cortaba la luz, y sólo teníamos libros para pasar el tiempo. Esos mismos veranos en que el olor en nuestras axilas nos decía que ya no éramos niños, o que Marte, imaginación mediante, bien podía ser el Chaco, tirados leyendo a la siesta, panza al piso.
Cuando en el 1997, la NASA descubrió en la Antártida un meteorito marciano con restos de bacterias congeladas, se empezó a especular con nuestro origen marciano, algo que el Mr. Ray ya había expuesto de una manera conmovedora en su cuento 'El Pic Nic de Un Millón de Años', en esa escena en que los sobrevivientes de la Tierra, luego del holocausto nuclear colonizan Marte, cuando los niños preguntan dónde están los marcianos, el padre de familia los lleva a la orilla de un calmo río, y mostrándoles sus caras reflejadas les dice '¿Quieren ver los marcianos? Ahí están'
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Saluti a te
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