Saturday, December 25, 2010

Felices Partuzas

De ánimo entre dispéptico y nostálgico (acaso la dispepsia es la nostalgia involuntaria por lo que comimos) atravesamos el indescifrable blues de fin de año. Entre Navidad y Año Nuevo hay un par de indigestiones que son parte espirituales, y parte reflujo gástrico. El espejo nos revela una máscara de falaz alegría mientras nos clavamos un Sertal o una Buscapina que hace de consuelo a las tripas, un paliativo al frágil equlibrio químico de una estación de por sí desequlibrada. Papá Noel no existe, los Reyes son los padres, y algunas cosas  siguen estando ahí, que a pesar de inmateriales, me hacen sentir en casa como todos los fines de año: en la radio siguen esas canciones intemporales y cursis, una atmósfera artificial hecha de música que suena casi igual desde hace 25 años.Un par de voces de veteranos  locutores ( Beltramini, Ramiro Reláñez, Colasanti) me proporciona el sentido de familiaridad que pierdo siempre en esta época. El 25 a la madrugada me despiertan los vecinos con una guitarreada de borrachos entusiastas. La alegría es siempre ajena, y el insomnio entre versiones de rock nacional y acidez es mío, gracias (¿no aprendieron los mismos vecinos hace 10 años lo irritantes que pueden ser con estas costumbres tan fuera de agenda como para no acordarse de mí, saliendo en calzoncillos a la calle y rompiéndoles los vidrios del pallier a pedradas?) Santa Fe vive un feriado  adormilado bajo la cunícula abrasadora de diciembre. Me vengo al cíber, atendido por el mismo gordito. Casi me siento en casa.

Friday, December 10, 2010

Fin de Año Duraznito

Duraznito, toda una estrella del varieté desde los años treinta, cuando recorría circos, clubes y teatros con su dueño y mentor, y desde entonces arrumbado en un baúl, desmerecido y olvidado de sus pasadas glorias, volvió a aparecer en el nuevo siglo, deseoso de que algún ventrílocuo lo volviera a poner sobre sus rodillas y lo hiciera encantar a las multitudes, siempre ávidas de novedades y de tragos largos. Pero su búsqueda fue infructuosa: nadie que estuviera vivo lo recordaba. Su estrella se había agotado en 1945 y, a pesar de ser una figura de la radio, otros muñecos, como Mateyko, le ganaron en popularidad desde la TV. Golpeó puertas en el despacho de representantes artísticos, productores de espectáculos, y hasta se pasó tardes enteras  en un bar de San Telmo donde se reúnen los que dominan este extraño arte escénico. Pero era inútil: él, el muñeco más travieso del siglo XX, el que le había chupado las tetas a Claudia Cardinale cuando aún era virgen, el (in)oportuno bromista que siempre dejaba rodar una cabeza de cerdo en las sinagogas para el Rosch Aschaná, o en las mezquitas para el ramadam, no conseguía un contrato para volver a actuar. Estos son tiempos de monólogos de la vagina, soliloquios del pene, cómicos stand-up, y demás salamerías.
Pero su suerte cambió cuando conoció a Locrio, el gato jazzero más rantifuso y bataclán de este lado del Paraná, un tipo que también andaba de capa caída, pero era más por sus problemas con polleras que por otra cosa. Se conocieron en la barra de un clú de bochas, esos lugares donde se desayuna con ferné y se almuerza con whisky; donde mujeres casadas van a buscar acción trepidante con los solterones en los baños del local; una institución de barrio donde se sirven amarettis y suculentas picadas a cualquier hora (Bieckertt negra con bandejita de lengua a la vinagreta, buseca, salchichas en salsa, quesito con aceite y pimienta, y salamín picado grueso, $19) Pero me bifurco en detalles gastronómicos -saludos para la gente del Club Alvear- : se conocieron en la navidad de 1987, cuando los dos tenían un gran corso a contramano en la cabeza cada uno. Locrio estaba pasando por una crisis como músico, y consumía grandes cantidades de cocaína; Duraznito vivía duro porque era un muñeco. Al saberse los dos con vocación para las tablas y la vida bohemia, se dió naturalemente que el espectáculo de la Kool Kat Jazz Band fuera abierto con monólogos de Duraznito, que se despachaba con cáustica mordacidad contra todo lo establecido: la burguesía 'progre' autocomplaciente, que se dice socialista, y se muere por una casa de fin de semana en Rincón, los empleados públicos que odian al compañero que se juega en un microemprendimiento por su cuenta, la mediocridad reinante.Es lógico, antes de salir al escenario se daba unos raquetazos de frula que ni Delpo. Era el Lenny Bruce de madera, sobreviviente de todas las revoluciones y devaluaciones.Pero no duró mucho su estrella en el nuevo siglo: las drogas, las mujeres -en la foto se los ve con Yocasta y Antígona, sus amigas de los años cuarenta- y el éxito pajero se le subieron a esa cabeza de aserrín. El dealer vivía prácticamente dentro de la casa de Duraznito, cocinando pastas de todas clases en fiestas de lo más reputas; las demandas por difamación lo tenían yendo a tribunales casi cada semana, y gastando en bogas más que en putas, por lo que decidió un último acto que lo consagraría a la inmortalidad pradójicamente por tratarse de un suicidio en escena. Una noche, antes del show de Locrio, Duraznito, drogado como siempre, se bajó los pantalones, y después de preguntarle al público '¿Quieren ver cómo acaba un muñeco?' empezó a masturbarse para empezar a echar humo por la fricción que producía al subir y bajar su mano de madera por su  miembro. Así fue que se prendió fuego y, con quemaduras de tercer grado llegó al viejo hospital de los muñecos, el pobre Duraznito malherido. Claro, después se supo que se había rociado con bencina antes del show, y que el término 'acabar', sí, hubo de estar encomillado.