Wednesday, November 12, 2014

Amanece


Hace poco una amiga que tiene cáncer, y que no puede dormir por el dolor, me contó cómo odia que amanezca. Conozco la sensación. Durante la noche todo se ralentiza. La ambición y la prisa de los que todavía quieren intercambiar, comunicar, vender, comprar, seducir, enriquecerse, se adormece o deja de reverberar en los ruidos típicos del día. A la noche, sólo siguen enardecidos ciertos espíritus: los de las personas que todavía tienen energía, o los de aquellos que están tan cansados del rumor interior, que no pueden dormir. Los demás, duermen. La felicidad se me antoja tal porque es inconsciente de sí misma. 'Eramos felices y no nos dábamos cuenta', dijo otro amigo. El niño que corre feliz y abrigado bajo el sol, al rescate de los brazos de una madre en un patio en invierno, no sabe ni afirma 'soy feliz aquí y ahora'. En cambio, no hay sensación más autoconciente que el dolor. Nada reafirma más el 'yo-aquí-ahora' que el dolor, o lo inesperado. Por su puntualidad, y por lo agudo de su aserción, la idea de 'ictus' del dolor se me antoja más real que el placer, que como verbo no 'deposita' en un lugar en el que yacemos en la ingravidez más allá de los límites del cuerpo.En el placer estamos invitados a confundirnos y  perdernos en los demás En cambio, el dolor define nuestros límites, nos confina en la prisión del ser uno solo, cogitante, y único, poseedor de un dolor intransferible. Uno puede medir el dolor en horas, en puertas que se abren y se cierran, en gemidos de convalecientes que lo rodean a uno en un hospital, en relojes que no mueven sus agujas, y que hacen del tiempo una medida de tiempo que se mide en gotas dentro de un equipo de suero, en cantos banales de pajaritos que despiertan, tan inconscientes como cualquier ser feliz.