Friday, December 11, 2009

Yo y mi Sombra

Tener una sombra es más que un lujo. Es un recuerdo de que estamos vivos y caminando sobre la tierra. A todos se nos otorga el extraño privilegio de adoptar una de estas presencias impalpables e incorpóreas, animadas por el hilo que nos une a ellas como marionetas, émulos de nuestra vida, pero sin embargo muertas y sin existencia independiente. Uno puede verlas crecer junto con uno a medida que pasan los años, o las horas, ya que al amanecer son más altas que nosotros, al mediodía desaparecen debajo de nuestros pies, y por la tarde se alargan nuevamente en dirección opuesta al sol. No siempre fue así. Hubo un tiempo, en la noche primordial de la historia, en que sólo sombras había en el mundo. Los hombres eran ciegos y el sol nos liberó para siempre de la tiranía de la oscuridad, regalándonos como esclavos a nuestras sombras, que están condenadas a imitar nuestros movimientos en mimética sumisión. Lo contrario -una sombra anárquica, o sin dueño- sería una aberración, un absurdo. Cuando esta condición se traslada a algún ser humano, generalmente presa de algún tipo de alienación, se dice que está asombrado; su sombra lo ha abandonado; se convierte en un espejo o en un esclavo, la marioneta sin hilos. Algo así le pasó al personaje que llamaremos el Ciego. El Ciego vivía en un mundo interior de sombras, como todos los ciegos, pero éste había hecho un pacto especial con la suya. Su sombra era libre de noche con la condición que le devolvieran la vista. Así, cuando el Ciego dormía, su sombra salía de noche a duplicar la de los otros seres vivos o inanimados. Gatos, personas, o edificios muy a menudo se comportaban de manera muy extraña, casi siempre sin ser notados por nadie más que los solitarios que atienden a estas cosas. Pero a los solitarios nadie les cree, y los gatos no hablan. Cercanías del Palacio Cortés en Cuernavaca. Flores de nochebuena todo a lo largo de la calle, y el olor de los tacos y la salsa de chile. El hombre sin sombra, el Ciego, o Bobby Flores, el dealer de la mejor mercancía en el D.F. se parecía a la rata que le enseñó artes marciales a las Tortugas Ninja: el rostro enjuto, el pelo largo y canoso; digo que su sombra tampoco era visible, hasta él era impalpable, su voz tenía una frecuencia intestinal, chisporroteaba entre sus dientes retorcidos como una radio mal sintonizada, un sonido que podía resonar en tu cabeza hasta horas después de haberlo escuchado. Bobby vendía heroína para Julieta Venéreas, la Dama de las Clamídeas, que tenía un prostíbulo en el DF. Compraba a toda la policía con drogas o con mujeres ¿Cuál era tu 'kick'? Julieta lo proveía, con una sonrisa segura y serena, la de saberse dueña de todos los bolsillos, las venas, y las braguetas de buena parte de la capital del estado.

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