Thursday, November 04, 2010

La Hora de la Rata

Un desvergonzado cuento que escribí en otra época,  que vuelvo a releer, y a corregir con pudor cuasi paternal. No soy responsable de lo que fuí. No soy el padre de aquel adolescente (tampoco quisiera tener un padre como yo)
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 Cien días antes de que China atacara el Tibet, un monje en un monasterio en las montañas tuvo una visión en la que vio sangre en las cumbres de nieves eternas. Se acercaba el invierno y el presagio de una masacre inminente lo llevó a ayunar por cuarenta días en los que sólo se alimento con cortezas de pino y bebiendo nieve. Terminado este período, su voluntad lo llevó a pedir que se lo enterrase vivo dentro de una caja de madera. Así fue como, sentado en la posición del loto, ocupó una caja que lo contuvo bajo tierra mientras entonaba mantras y tañía una pequeña campana. Después de veinte días, la campana dejó de sonar. Dicen que la caja se pudrió y las ratas entraron a devorar los restos del monje.                                                                                                 
Cuando los chinos llegaron, todos los monjes del monasterio lo sabían. Los esperaron rezando en resignación, y enseguida los soldados del régimen sometieron la aldea e impidieron que se acercaran comida al monasterio. Los monjes estuvieron vigilados muy de cerca por un pelotón y se les prohibió que ingirieran alimentos. Se los hizo arrodillar en una barraca al aire libre. Las primeras heladas del invierno en ciernes se convirtieron en carámbanos colgando de los aleros, y los carámbanos se convirtieron en nieve que soplaba contra las barracas en hálitos sibilantes. Iban para dos semanas del sitio al monasterio y un gordo sargento del régimen dictaminó que la inanición iba a ser el fin de los heréticos budistas. Uno de los monjes se mantuvo mudo todo el tiempo y fijó la mirada en uno de los soldados. El soldado en particular era el encargado del pelotón y, sintiéndose ofendido por la mirada del monje, le pego un culatazo y lo escupió. Le ofendía este monje en particular; su silencio viscoso, de caracol, le parecía más irreverente que cualquier grito o ataque. Su costumbre de manipular cuatro guijarros en el piso delante  de sus rodillas producía inquietud en los demás. El  número cuatro es la muerte en chino, y es considerado de mala suerte. Se llamó al sargento, que interrogó al monje, que no se levantó. Siguió postrado en silencio hasta que, después de un rato se dirigió al sargento y le dijo: ‘Esta noche, a la hora de la rata, comerás tu arroz, y pensarás en mí’. El sargento, que era hijo de un zapatero a las orillas del río Amarillo, rió y volvió a golpear al monje. Los monjes no tenían zapatos, y tampoco cerebro -pensó-. Al otro día, y al ver que el monje seguía con sus artilugios con las piedritas, lo interpeló de nuevo. El frío hacia perder la consciencia a los monjes, que caían desvanecidos, consumidos por la emaciación uno tras otro. El monje masticaba sus piedritas y se mantenía, a pesar del frío y el hambre, incólume sobre sus rodillas, semejante a la estatua del Buda que estaba afuera en el jardín. Fue llevado ante el sargento que volvió a pegarle en la boca hasta que escupió los guijarros en un sangriento escupitajo. El monje miró al sargento y volvió a musitar: ‘Esta noche, a la hora de la rata, comerás tu arroz, y pensarás en mí’. Lo mismo dijo el día siguiente cuando el sargento pasó a su lado. Y al día siguiente. El gordo sargento siguió soportando el pequeño acoso del desnutrido e insolente monje cada vez que este lo veía. ‘Esta noche, a la hora de la rata,  comerás tu arroz, pensarás en mí’. Por días y días de nevadas los monjes fueron muriendo hasta que sólo quedo el irreverente y desvergonzado cadáver que ahora miraba a los soldados desde lo profundo de esos ojos, que, hincados en sus cuencas, parecían los de un loco.  Los soldados se  mantenían bien alimentados por su rancho y el sargento no sólo comía arroz: había aumentado de peso gracias a los embutidos que les sacaban a los campesinos de la aldea y a la cerveza que tomaban todas las noches. Cuando el insolente monje murió, su cuerpo fue arrojado al bosque donde los lobos lo despedazaron.                                     
 El sargento se puso en marcha para sitiar la aldea y repetir el experimento con los campesinos, pero cayó enfermo por una fiebre, que todos atribuyeron a su sobrepeso: se lo veía moverse con dificultad merced a lo abultado de su barriga, que lo convertía en una torpe figura al caminar por entre los senderos de la aldea. Su rostro perlado en sudor remedaba la grasa que cae por la cara de un cerdo cocinándose. Y así se lo vio en su lecho de muerte, no sin antes registrarse un asombroso suceso. Su abultada barriga se hendió primero en un apenas pronunciado tajo, para abrirse totalmente poco después del estertor que lo dejo con los ojos muy abiertos a pesar de lo escueto de la mirada de su tipo mongoloide, esos resquicios de vida que parecían escaparse  incrédulos al ver docenas de ratas que se escapaban por la herida que ahora no se insinuaba, sino que era un torrente de  oscuras formas frenéticas, las ratas que salían de su cuerpo, las mismas que habían devorado los restos de aquel monje, sobre cuya tumba hoy crece y florece un cerezo, descanso del viajero que bajo su follaje se sienta a descansar, ajeno a esta historia como quizás lo eres tú. Dicen que los soldados chinos se volvieron monjes y guardan voto de silencio acerca de lo ocurrido, que el cerezo florece cada vez que se cumple un año más de la muerte de aquel monje, que entregó su vida para evitar un mal mayor.                                     

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