Tuesday, April 16, 2013

Pila Pila


La carrera del Gato Locrio nunca había sido demasiado lucrativa, pero no por menos meritoria que la del Gato Barbieri en la música, o la del Gato Dumas en la gastronomía, se merecía que la dejáramos en el olvido. Un poquito caminando, y otro poquitito a pié, se hizo un lugar en la publicidad, yendo a castings en los que llegó a conocer a Claudia Sánchez, y a Teté Coustarot, llegando incluso a entrar una vez  de colado a Miau-Miau, la boîte de moda en aquellos dorados setentas. Años después tocaría el saxo en el mismo club, donde le pagaron con latas de atún vencidas, y lo despacharon con pocas o ninguna expectativa. Un futuro aún menos promisorio se avecinó cuando el conejito de Energizer, conocido como dealer de éxtasis en norteamérica, logró desplazarlo de los contratos de publicidad, con un producto más aguantador, y de mejor performance. Es así como la carrera de nuestro héroe cayó en un cono de sombras, y como Locrio es negro, menos se lo veía. Mendigó comida y caricias, fue adoptado por una desaprensiva estudiante de derecho, y se fue a vivir al tejado de la fábrica de la firma Suchard. Nunca faltaron cómplices para la música y las correrías nocturnas. Fueron años de aprendizaje y vicios. Se gastó como tres vidas entre cocaína, gatas fáciles y whisky berreta. Hasta que un resquicio de luz, que por escasa se vislumbra como encegecedora en la densa y ubicua oscuridad (tales son los contrastes en esta vida), el peregrino de miles de techos, encontró cobijo en el Barrio Chino, donde un foráneo gatito dorado, que movía su patita hacia arriba y hacia abajo desde una vidriera, lo hipnotizó señalándole el derrotero a seguir: una proteccionista, la típica señora de más de sesenta que anda en joggineta y se dedica a cuidar felinos de su especie, lo acogió en su hogar. Locrio aprendió allí la importancia de un hogar, las bondades de una canasta acolchada como nunca había tenido, la que le proporcionó descanso en su mullido seno. Tenía que compartir los infames alimentos balanceados con otros de su especie, pero la seguridad del diario sustento, por gratuita y predecible, lo sedujo y a la vez lo llenó de desconfianza, como apoltronan las propinas abundantes, que por inesperadas, despiertan suspicacias. Eran 15 gatos los que se reunían a recibir el diario estipendio, los cuales, a medida pasaban las semana fueron menguando, para ser luego fueron reemplzados por otros tantos, tan famélicos y necesitados como los anteriores. Resulta que sus sospechas fueron luego confirmadas: esta señora abastecía a los restaurantes de la zona, a cambio de algunos pesos. Era hora de partir, y  la oscuridad propició una fuga sin remordimientos. Una vez más, el gato de las pilas Eveready, salvaba su pellejo para vivir seis vidas más. Vaya una vida.

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