Sunday, May 04, 2014

Cuentos de la Calesita Embrujada III


Se sabe que los fantasmas son entidades incorpóreas e invisibles, tales como el viento, las sombras, o un suspiro, y como éstos son tan reales como cualquier hijo de vecina. Y así como los chicos juegan a la escondida, para hacerse invisibles por un rato, agachados entre risas, y aliento a chicle de menta, hubo un concurso, una competencia de fantasmas que se retaban para ver quién era más real. El relato que nos ocupa ahora fue dictado bajo la sombra de un árbol, en un suspiro del viento, al calesitero de la plaza que no quiero nombrar, que queda entre esas calles que no recuerdo.
En un aburridísimo domingo de invierno, cuando el frío parece de vidrio, y el viento chifla como una sirena, en un club de fantasmas, alrededor de una mesa, un grupo de espectros se consolaba esperando mientras tomaban fernet con soda y picaban algo. Total, como tenían toda la eternidad, y sus estómagos no tenían fondo, le daban al trago sin asco.
A uno de ellos, el que había sido contador, se le ocurrió un concurso para ver quién se hacía más conocido en el mundo de los vivos. Los cuatro habían llevado vidas tranquilas, anónimas, y anodinas, habían muerto de viejos, y por el hecho de nada trágico les había dejado la vida, no volvieron a vengarse de nadie, o a devolver ningún tipo de afrenta, ya que la muerte los había encontrado en sus camas, de viejos, y rodeados de familiares. Se podía decir que se aburrían tanto como en vida. Este contador fue eficiente, probo, y honesto; nunca robó nada, se jubiló, se deprimió, y se suicidó un 25 de mayo. Prometió ante los otros tres que volvería como un ladrón avasallante, y fue así que, aprovechando su invisibilidad, penetró en las bóvedas de los bancos, y en las joyerías, llevándose sacos abultados de dinero, que no pudo gastar, porque no sabía en qué.
El que había sido ferretero, también infeliz en su rubro, se pasó la vida entre cajas de tuercas, tornillos y arandelas, buscando la medida exacta de la pieza que los clientes le pedían. Tuvo insuficiencia cardíaca, y por estar casado con una insufrible, su corazón lo abandonó sin haber amado a una mujer que valiera la pena. Ya como fantasma, se anotó en una agencia matrimonial, y nadie lo llamó nunca porque su domicilio era el cementerio, y allí nadie atiende el teléfono.

El que había sido abogado, en su vida muy odiado, y defensor de gente injusta, quiso enmendar su daño, entregando la eternidad a ayudar a la gente en la calle: evitaba que alguna maceta cayera sobre un transeúnte, bajaba gatos de los árboles, devolvía cosas robadas, o le sacaba dinero del bolsillo a los ricos para dárselo a los pobres. Como para los fantasmas no hay policía, ni nadie que lo acusara, su provecho fue moderado, y por tanto su conciencia en algo quedó más limpia, aunque si un abogado en el cielo debería estar más que contento, uno en la tierra es todo un estorbo, fantasma o no. El cuarto fantasma había querido ser músico pero nunca lo logró. Tenía un montón de canciones de amor, de lo más modosas y complacientes, en su piano de media cola, soñaba con deleitar a miles de hembras con su canto melifluo, viajar por el mundo, y probar todas las drogas, pero se había contentado con dar clases en su barrio a pibes sin oído. Volvió como Lerner, y todavía no se ha ido.


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