Se sabe que
los fantasmas son entidades incorpóreas e invisibles, tales como el viento, las
sombras, o un suspiro, y como éstos son tan reales como cualquier hijo de
vecina. Y así como los chicos juegan a la escondida, para hacerse invisibles
por un rato, agachados entre risas, y aliento a chicle de menta, hubo un concurso, una competencia de fantasmas que se retaban para
ver quién era más real. El relato que nos ocupa ahora fue dictado bajo la sombra de un árbol, en un suspiro del viento, al calesitero
de la plaza que no quiero nombrar, que queda entre esas calles que no recuerdo.
En un
aburridísimo domingo de invierno, cuando el frío parece de vidrio, y el viento
chifla como una sirena, en un club de fantasmas, alrededor de una mesa, un
grupo de espectros se consolaba esperando mientras tomaban fernet con soda y
picaban algo. Total, como tenían toda la eternidad, y sus estómagos no tenían
fondo, le daban al trago sin asco.
A uno de
ellos, el que había sido contador, se le ocurrió un concurso para ver quién se
hacía más conocido en el mundo de los vivos. Los cuatro habían llevado vidas
tranquilas, anónimas, y anodinas, habían muerto de viejos, y por el hecho de
nada trágico les había dejado la vida, no volvieron a vengarse de nadie, o a
devolver ningún tipo de afrenta, ya que la muerte los había encontrado en sus
camas, de viejos, y rodeados de familiares. Se podía decir que se aburrían
tanto como en vida. Este contador fue eficiente, probo, y honesto; nunca robó
nada, se jubiló, se deprimió, y se suicidó un 25 de mayo. Prometió ante los
otros tres que volvería como un ladrón avasallante, y fue así que, aprovechando
su invisibilidad, penetró en las bóvedas de los bancos, y en las joyerías,
llevándose sacos abultados de dinero, que no pudo gastar, porque no sabía en
qué.
El que había
sido ferretero, también infeliz en su rubro, se pasó la vida entre cajas de
tuercas, tornillos y arandelas, buscando la medida exacta de la pieza que los
clientes le pedían. Tuvo insuficiencia cardíaca, y por estar casado con una
insufrible, su corazón lo abandonó sin haber amado a una mujer que valiera la
pena. Ya como fantasma, se anotó en una agencia matrimonial, y nadie lo llamó
nunca porque su domicilio era el cementerio, y allí nadie atiende el teléfono.
El que había
sido abogado, en su vida muy odiado, y defensor de gente injusta, quiso
enmendar su daño, entregando la eternidad a ayudar a la gente en la calle:
evitaba que alguna maceta cayera sobre un transeúnte, bajaba gatos de los
árboles, devolvía cosas robadas, o le sacaba dinero del bolsillo a los ricos
para dárselo a los pobres. Como para los fantasmas no hay policía, ni nadie que
lo acusara, su provecho fue moderado, y por tanto su conciencia en algo quedó
más limpia, aunque si un abogado en el cielo debería estar más que contento,
uno en la tierra es todo un estorbo, fantasma o no. El cuarto fantasma había
querido ser músico pero nunca lo logró. Tenía un montón de canciones de amor,
de lo más modosas y complacientes, en su piano de media cola, soñaba con
deleitar a miles de hembras con su canto melifluo, viajar por el mundo, y
probar todas las drogas, pero se había contentado con dar clases en su barrio a
pibes sin oído. Volvió como Lerner, y todavía no se ha ido.
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