Saturday, September 06, 2014

En Tránsito

'Déme Fernet por cinco pesos'. El viejito, que había pasado al lado de la mesa que yo ocupaba, mal vestido, y peor informado, con los ojos entre suplicantes y desorbitados, le extendía un billete verde con la efigie de San Martín al rengo que atiende el bar de la terminal de ómnibus de Charata, en el Chaco.
'No abuelo, no le puedo dar por cinco...no le alcanza, le puedo dar unas gotitas. ¿Sabe lo que cuesta la botella?' El rengo lo quería hacer entrar en razón, y ponerlo al día sobre los precios. 'Ochenta pesos sale la botella de litro' El viejito no decía nada, firme en su posición. La escena, la cual se desarrollaba a mis espaldas, si bien banal, me hacía mantenerme por el mismo pudor que suscitaba, de espaldas y callado. Al final, supuse que el rengo le extendió un vaso con un culito de fernet, y le puso un poco de coca por los mismos cinco pesos.
El Chaco, con su deambular de gente, sus tipos humanos, que van desde la mansedumbre  de personajes de furtiva aparición, como ese otro croto que iba con una cabeza de chancho cortada y asada en una bolsita de plástico de supermercado, por la misma terminal hace dos sábados, me sigue concitando la misma sensación de patetismo, de callada contemplación, e inevitable resignación que tiene esta gente. Es una provincia donde la pobreza es atávica, ubicua e interminable, como la tierra que arrastra el viento norte hacia el sur, o el viento sur hacia el norte. Es un mundo de eterna recesión, donde no se puede pensar más allá del empleo público, jugar a la quiniela, y el partido del domingo, la rivalidad deportiva que imponen desde chicos padres a hijos, haciéndose eco de aquella de los clubes grandes de Buenos Aires.
Unas gotas de fernet te pueden ayudar a soportar el frío. El viejito termina su vaso, y se va rengueando. Es la hora en que todos vuelven de las compras del sábado a la mañana. Hay perros que se pasean, indolentes, por la plataforma. No importa en qué lugar de la Argentina estés: en las terminales de ómnibus, los hospitales, y comisarías, los perros se pasean buscando la mirada, la caricia, o las migas de los transeúntes. Hay chicos que juegan, y la tranquilidad del lugar es inmutable, con rituales que se repiten sábado a sábado: el señor del utilitario que le trae el pan al boletero, el mismo que le habla a los perros y les da de comer. Me acostumbré a ese ritmo casi geológico, imperceptible. De repente, baja de un omnibus una chica como de veintipico. Fuma, lleva el pelo negro recogido, y se destaca por sus movimientos, deja unos bultos, y empieza a hablar. Parece haber encontrado a una interlocutora, una señora mayor, a quien no escucho. Dice que es de Boulogne, que se cansó del choreo en Buenos Aires, que todo está caro, que hay 'muchas muertes raras', que tiene una hija que dejó con no sé quién en Vicente López, donde vive su padrastro, y que se viene a Charata a vivir con su padre. Habla altisonante, como muchos porteños que hacen de la calle, o el transporte público, un escenario de stand-up. Yo la miro y le sonrío, tan gracioso es su discurrir. Contrasta con la callada mansedumbre de lo que la rodean. 'Terminal', como la enfermedad, pienso yo, y me tomo el que me toca a mí.

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