Friday, May 28, 2010

Un tal Jesús

(de 'Memorias de Adriano', Marguerite Yourcenar, Gallimard, 1974)

Por aquel entonces Cuadrato, obispo de los cristianos, me envió una apología de su fe. Había yo tenido por principio mantener frente a esa secta la línea de conducta estrictamente equitativa que siguiera Trajano en sus mejores días; acababa de recordar a los gobernadores de provincia que la protección de las leyes se extiende a todos los ciudadanos, y que los difamadores de los cristianos serían castigados en caso que los acusaran sin pruebas. Pero toda tolerancia acordada a los fanáticos los mueve inmediatamente a creer que sus causa merece simpatía. Me cuesta creer que Cuadrato confiara en convertirme en cristiano; sea como fuere, se obstinó en probarme la excelencia de su doctrina, y sobre todo su inocuidad para el Estado. Leí su obra; mi curiosidad llegó al punto de pedir a Flegón que reuniera noticias sobre la vida del joven profeta Jesús, fundador de la secta, que murió víctima de la intolerancia judía hace unos cien años. Aquel joven sabio parece haber dejado preceptos muy parecidos a los de Orfeo, con quien suelen compararlo sus discípulos. A través de la monocorde prosa de Cuadrato, no dejaba de saborear el encanto enternecedor de esas virtudes de gente sencilla, su dulzura, su ingenuidad, la forma en que se aman los unos a los otros; todo eso se parecía mucho a las hermandades que los esclavos o los pobres fundan por doquiera para honrar a nuestros dioses en los barrios populares de las ciudades. En el seno de un mundo que, pese a todos nuestros esfuerzos, sigue mostrándose duro e indiferente a las penas y a las esperanzas de los hombres, esas pequeñas sociedades de ayuda mutua ofrecen a los desventurados un punto de apoyo y una confortación. Pero no dejaba por ello de advertir ciertos peligros. La glorificación de las virtudaes de los niños y los esclavos se cumplía a expensas de cualidades más viriles y más lúcidas. Bajo esa inocencia recatada y desvaída adivinaba la feroz intransigencia del sectario frente a formas de vida y de pensamiento que no son las suyas, el insolente orgullo que lo mueve a preferirse al resto de los hombres y su visión voluntariamente deformada. No tardé en cansarme de los argumentos capciosos de Cuadrato y de esos retazos de filosofía torpemente extraídos de los escritos de nuestros sabios. Chabrias, siempre preocupado por el culto de que debe ofrecerse a los dioses, se inquietaba ante los progresos de esta clase de sectas en el populacho de las grandes ciudades; temía por nuestras antiguas religiones, que no imponen al hombre el yugo de ningún dogma, se prestan a interpretaciones tan variadas como la naturaleza misma y dejan que los corazones austeros inventen si así les parece una moral más elevada, sin someter a las masas a preceptos demasiado estrictos que enseguida engendran la sujeción y la hipocresía. Arriano compartía estos puntos de vista; pasamos toda una noche discutiendo el mandamiento que exige amar al prójimo como a uno mismo, yo lo encontraba demasiado opuesto a la naturaleza humana como para que fuese obedecido por el vulgo, que nunca amará a otro que a sí mismo, y tampoco se aplicaba al sabio, que está lejos de amarse a sí mismo.

(Traducción de Julio Cortázar)

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